La jungla:
un buen día para morir (2013)
Los ingleses dicen “old habits die hard”, o sea, que las viejas costumbres son
difíciles de eliminar, y Bruce Willis se lo ha tomado al pie de la letra.
Atento a las cifras de la imagen: ¡lleva veinticinco años haciendo el mismo
personaje! Lo cual me encanta (¡no te mueras nunca, McLane!), pero no quita que un fan de la saga opine reseñe
critique sobre esta última entrega.
Me preparé a conciencia. Una semana antes
logré reunir a un grupo de bravos, bravas y patatas con alioli para la maratón
de rigor con dificultad de escala creciente: el edificio Nakatomi de Los
Ángeles, el aeropuerto Dulles de Washington, la ciudad de Nueva York, los
Estados Unidos de América… Edificio, aeropuerto, ciudad, país… Lo siguiente era
el planeta entero.
En efecto, en “La jungla: un buen día para morir”, América se le queda pequeña al
veterano Willis. El conflicto de la quinta entrega debía tener una magnitud
global, una amenaza lo bastante poderosa para dejar en pañales a las
anteriores. A Dios gracias, el policía de Nueva York John McLane −que a estas alturas ya debe creerse víctima de una maldición gitana,
única explicación del porqué se come estos marrones una vez y otra−,
posee una constitución asombrosa que mejora con los años y que le permite abrir
boca con un atropello (eso no es ná, hombre), para seguir con aparatoso accidente de tráfico, una somanta
de palos, una caída por andamios y toberas de obra hasta una cuba repleta de
escombros afilados, y todo esto antes de almorzar.
Ahora en serio: McLane no es supermán; la
magia de “Die hard” –traducida en
España, como es lógico y natural, como “La
jungla de cristal” –, es precisamente que un paisano que no destaca del
común se enfrenta a una situación apurada con los medios de que dispone:
instinto, ingenio y factor sorpresa. Pero cuando el personaje sobrepasa los
límites de lo humano, de lo imposible, el tufo a chamusquina empieza a
castigarte la ilusión. En serio: adoro ver a McLane colgado de un helicóptero
militar, arrojado cien metros por el aire a cámara lenta para atravesar la
cristalera de un almacén abandonado y llenito de radioactividad de Pripyat, Ucrania,
pero también me gustaría verlo subir a una ambulancia y decir: «me voy a tomar
un termalgin y un caldo de pollo, que
si no mañana no hay Cristo que se levante».
Hablando ya de los aspectos técnicos de la
película, echo en falta secundarios de calidad. Recordamos al agente Powell / Karl Winslow, o a Zeus Carver (sí, Zeus, el de no me
toque los cojones o te meto un rayo por el…) y, sobre todo, echo en falta un
MALO DE CALIDAD. Da la impresión de que los adversarios de La Jungla son cada
vez más histriónicos, risibles o simplemente sosos. Que se gastan los cuartos
en Bruce Willis y sólo queda un poco de calderilla para contratar al resto. Alan Rickman era tan interesante
interpretando a Hans Gruber como el propio McLane. Nadie lo ha superado.
La película me pareció triste, oscura,
melancólica, abandonada. McLane no está en su país, no está en su salsa, y eso
se nota. Sólo me agradó el taxista ruso que canta por Frank Sinatra. El resto
de personajes no me inspiraba nada parecido al afecto. Por dios, uno de los
malos mantiene un diálogo de besugos con los McLane maniatados durante diez
minutos… ¡mientras se come una zanahoria! Así no puedo.
Por otra parte, me gusta que hayan recuperado
los giros habituales de la saga, y también los toques de humor, aunque mermados
por un Willis que cada día tiene menos gracejo. No me importa que la cara de
McLane se asemeje a una patata cocida, ni que la química con su hijo brille por
su ausencia. Quiero que la saga continúe (en la próxima el conflicto afecta al
sistema solar, y sólo McLane puede salvarnos a todos), quiero que la costumbre
del señor Willis no desaparezca. “Old habits die hard”, que traducido en España sería: “Las viejas costumbres jungla de cristal”.